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EL PAÍS DE LOS PSICÓPATAS (LOS BUENOS… ¿SOMOS MÁS?)

Actualizado: 4 feb

Salvador Castillo Castillo.




Camino por la calle hacia el hospital una mañana cualquiera; voy pensando en lo que tengo que hacer y me entusiasman varios proyectos que tengo en mente. Mientras la música en mis audífonos invade mi cerebro aislándome del barullo de la ciudad, sin recato alguno, sonrío. De pronto, me encuentro con que la banqueta grasosa y negra frente a un puesto de tacos es intransitable, pues está inundada de agua jabonosa con la que una señora se afana en limpiar con una escoba desgreñada antes de empezar el día. No puedo pasar pues ahora además de la grasa habitual en la banqueta, hay jabón disuelto en agua y mi instinto de supervivencia me obliga a detenerme, pues bajar de la banqueta implicaría exponerme a los automóviles que circulan sin frenar por la avenida. Miro mi reloj. Tengo un minuto para perder así que giro la cabeza hacia el puesto de periódicos que hay a un lado (que ahora, ante el embate de internet y las redes sociales, se ha convertido en una especie de minisúper en el que encuentras golosinas, tortas caseras y hasta desodorantes y papel higiénico); ahí miro que, fijos con pinzas a unos alambres, hay algunos ejemplares de los diarios de hoy. Miro los encabezados; distingo algunas palabras: “… tantos miles de muertos”, “crimen organizado”, “narcos”, “narcomanta”, “fentanilo”; sin embargo, rápidamente llama mi atención uno de ellos, en el que salta a la vista la foto de un cadáver baleado y ensangrentado con la mirada hacia el infinito, mientras el encabezado de la noticia, con letras enormes hace mofa de la situación con algún comentario que pretende ser gracioso ante lo dantesco de la escena. No tengo estómago para intentar leer la noticia y desvío la mirada solamente para ver cómo, en el mismo puesto hay otros 3 o 4 periódicos con información similar: algunos incluso con el mismo cadáver desde otro ángulo; otro en donde la foto principal es la de 4 cuerpos colgando de un puente; otro en donde hay una hielera que contiene la cabeza de alguien. Entonces miro hacia abajo la espuma blanca contrastando con el suelo renegrido que no cambia de color por mucho que la escoba de la señora frota una y otra vez. Apago la música. Escucho la calle. Todos hablan, gritan, desayunan, comercian, caminan, transitan, sonríen y viven como si nada.

 

Sin querer, empiezo a pensar que algo ocurre con los mexicanos cuando se habla de convivencia: Somos expertos en normalizar y aceptar situaciones que podrían resultar absurdas en cualquier otro contexto o país: desde aceptar que exista gente que cobra por permitir que te estaciones en la calle, a que nos mientan diciendo que el sistema de salud funciona impecablemente, o incluso acostumbrarnos a que la muerte para nosotros se mida con números de 8 cifras que podrían decir mucho, pero que crecen tanto cada día, que terminan por no decirnos nada.

 

Tal vez, esa normalización no es otra cosa que un mecanismo psicológico de protección para no enloquecer ante el absurdo, ante lo inimaginable, ante el horror de procesar que (en el caso de los asesinatos) cada número corresponde a un ser humano… como nosotros. Tal vez eso de alguna manera nos aleja de aquellas situaciones que preferimos asimilar como ajenas, como cosas que le ocurren a gente sin rostro, o a gente a la que es más cómodo catalogar como “mala” o que “se lo buscó porque andaba en malos pasos”.

 

Pero perdemos del todo la dimensión, cuando nos consolamos pensando que quienes  perpetran esos crímenes son monstruos extraños y completamente ajenos a nosotros a quienes jamás nos toparemos en la calle. En realidad, esa gente que decapita, que asesina, que amenaza, que cobra derecho de piso, que vende droga, que disuelve cuerpos en ácido, que cuelga cadáveres de los puentes, no es muy distinta de quienes nos consideramos como “los buenos”.  Son mexicanos, son personas con sueños, con ideas, con ingenio, que usan playeras de equipos de futbol y consumen tortillas, jitomates o compran regalos en navidad para sus familias. Son seres con pasado y presente, pero muchas veces sin otro futuro que una fosa clandestina o una pila de leña ardiendo en mitad de la nada. Pienso que esto no es un asunto simplón en el que solo podamos hablar de “buenos y malos”, como se nos ha hecho creer (blanco y nego, ricos y pobres, virtuoso y vicioso, fifís y pueblo etc); todo esto es mucho más complejo que una clasificación ridícula de bandos, en la que unos nos envolvemos en la bandera de la pureza mientras hay gente que nace, crece, vive y muere en una realidad distinta, sin oportunidades; una realidad en la que no existe otra cosa más que la violencia, las balas, los narco corridos, los territorios, el blindaje de los vehículos y el blindaje de las almas para no sentir empatía alguna por sus semejantes que terminan siendo sus víctimas. Hablamos de una realidad en la que el micro-universo de sus colonias o pueblos lo es todo, en la que no hay posibilidad alguna de aspirar a otra cosa, en la que el concepto de futuro implica lo que pase de aquí a la noche pero nunca más allá de eso, donde el mediano plazo no tiene significado alguno: Hablamos de décadas y décadas de perfeccionamiento de verdaderas fábricas de psicópatas sin posibilidad alguna de control ni redención.  

 

Es en este punto, en el que mi cerebro regresa al puesto de periódicos: pienso que los mexicanos en general, estamos vacunados contra el horror gráfico desde que empezamos a escuchar o ver las noticias/contadores de muertos o incluso a caminar por la calle, pues es allí en donde encontramos cientos de miles de quioscos en los cuales (a la vista de todos) exhiben pasquines con fotos grotescas de víctimas de delitos o accidentes, coronadas con encabezados aún más grotescos que pretenden ser “ingeniosos”, sin entender que están burlándose de la desgracia de alguien cuyo cuerpo fotografían cuando ya está inerte, sin posibilidad alguna de defenderse o de impedir que lo hagan público. Supongo que el objetivo es que la gente esboce una sonrisa sardónica parida por el morbo, al leer el encabezado mientras asimila la imagen de la desgracia a todo color y con todo detalle: Hablamos de cuerpos destrozados, que sirven como alimento a los carroñeros que los publican, pero también a los carroñeros que los consumen comprando esas publicaciones mientras su sensibilidad se adormece y aumenta el umbral de la compasión y de la empatía hasta límites inalcanzables en donde ya no hay lugar para la sorpresa ni posibilidad alguna de reacción. Y no nos adornemos: las fotos de cadáveres de nota roja no son informativas, pues bastaría una crónica si eso fuera la intención, ya que como lectores no necesitaríamos la evidencia gráfica de un cuerpo entre fierros retorcidos o de un cuerpo desmembrado o acuchillado; es decir, no somos el Ministerio Público, ni el Juez como para requerirla.

 

¿Es ético en todo caso el vender publicaciones exponiendo gráficamente y mofándose del dolor o la desgracia de otros seres humanos? Eso sería motivo de una discusión entre expertos y yo no lo soy. Mi punto es que esas cosas nos hablan de las formas en las que podemos interpretar y hasta disfrazar un hecho lamentable como una muerte violenta o el sufrimiento de una persona que acaba de perder a un ser querido. No soy sociólogo, ni psicólogo; simplemente me llama la atención la manera en la que maquillamos una situación cruda y lamentable con el fin de verla de otra manera… una manera tal vez más “cómoda”, “graciosa”, “chusca” o incluso “cultural” (como en el caso de la obra de Enrique Metinides): pero yo creo que la foto de un cadáver es la foto de un cadáver igual en el escritorio de un policía, que en la pared de una galería de arte, y que las cifras de muertes violentas deberían hacernos reflexionar acerca de nuestra identidad como mexicanos y como seres humanos.  

 

No puedo evitar preguntarme: ¿Qué clase de sociedad somos que permite este tipo de cosas? ¿De verdad somos ya inmunes al horror? ¿Nos estamos vacunando todos los días contra lo grotesco, contra lo impensable? ¿Da lo mismo ver un cuerpo destrozado que ver a un lado, en la misma portada, la foto de una mujer semidesnuda compitiendo por la atención de aquellos que sacian su morbo igual con un cadáver que con un cuerpo femenino? ¿Se trata solamente de ver carne, así, tal cual, en el sentido más burdo posible?

 

Ya sé que no faltará quien diga que los mexicanos “nos reímos de la muerte”. Pero eso es (con todo respeto) una reverenda estupidez; tal vez nos reímos de la conceptualización cultural y tradicional de la muerte y su representación sombreruda creada por Posadas… pero nunca he visto a alguien riéndose en un funeral, a menos que tenga algún grado de discapacidad intelectual o enfermedad mental que no pueda ocultar.

 

La verdad es que vivimos en un cementerio gigante con bandera e himno nacional, eso sí, lo suficientemente soberano como para que cada que sale el sol hagamos el recuento de nuestros muertos y desaparecidos… pero lo que no podemos cuantificar es la cantidad de terror o angustia que sentimos al vivir aquí; y la verdad es que hace falta ponerse voluntariamente una venda en los ojos para no ver la realidad y creer que todo está bien, o que todo está mejorando. Pero aquellos que lo hacen (y que tienen todo el derecho de hacerlo siempre y cuando no sean los encargados de cuidarnos), terminan siendo parte del problema y no de una posible solución, porque la retórica de “atender las causas” a estas alturas resulta absurda tomando en cuenta la situación actual; y hay que ser descaradamente reduccionista para creer lo contrario:  Imagine usted que le acaban de diagnosticar cáncer de pulmón pues tuvo a bien fumar durante 50 años; pero luego de asimilar la noticia, cuando le pregunta al médico por su tratamiento, este le dice: “atendamos las causas: deje de fumar y ya” y lo da de alta. Nadie se atrevería a negar que es correcto que le pidan que deje de fumar, pero – por favor, pensemos un poco-   evidentemente a estas alturas de la enfermedad, la estrategia de atender las causas no le va a curar el cáncer. Tiene que recibir un tratamiento para este porque ha avanzado tanto, que no solo está en el pulmón, sino en el cerebro y en el hígado y en otros sitios de su cuerpo y dejar de fumar no será suficiente. Llega un momento en el que tratar las causas no es suficiente para cambiar una situación lamentable en la que nos hemos metido. Pero lo más patético (tal vez incluso más que la ausencia de los que se han ido y los motivos para ello), es que el hablar de 200,000 muertos por violencia en 6 años, a mucha gente le parece ofensivo… pero no vaya usted a creer que por la cantidad obscena de cadáveres, sino porque la sola mención de cifras la sienten como un agravio a la gente que nos gobierna y que “atiende las causas”. Sin embargo, es un hecho que los cadáveres ahí están y cada vez es más difícil disimularlos bajo la alfombra y culpar a otros como si con eso nuestras buenas conciencias y el color de nuestro partido político quedaran impolutos. En la vida real y en la muerte real, todos somos mexicanos: los vivos que quedaron, los muertos que son publicados, los que trabajamos, los que roban, los que trafican con droga, los que gobiernan, los sicarios, los “cocineros”, los burócratas, los empresarios etc. y a la hora de morir violentamente, no importará la ideología que tengamos. No puedo, viendo este panorama, olvidar lo que Decía Ortega y Gasset: ser de derecha o de izquierda es una de las múltiples maneras que uno tiene de demostrar que es un imbécil.

 

Pero aquello de los pasquines/catálogos de cadáveres/vacunas contra la empatía ya no solo espera en las banquetas: Todos aquellos que cuentan con redes sociales o tienen acceso a internet, pueden ver videos de gente mutilada, o siendo torturada, así, como si tal cosa, y a veces sin buscarlo. No soy afecto a ver esas cosas, pero hace unos meses, apareció como 10,000 veces en las noticias de “X” (Twitter, para los cuates), la noticia de que ejecutaron, decapitaron y exhibieron el cuerpo del presidente municipal de Chilpancingo, así, como si nada, sobre el toldo de un automóvil en la vía pública. La imagen se hizo viral y fue compartida en redes sociales como una muestra de la realidad del país, pero también como un arma política, como una herramienta para desenmascarar la ineptitud y corrupción de quienes gobiernan ese estado (eso ni siquiera debería estar a discusión).  Sin embargo, un par de días después también en redes, apareció otra foto de la misma persona, pero no en su papel de presidente municipal, sino en el de padre de familia: Una foto en la que este hombre estaba con su hijito mostrando un dibujo que éste le había dedicado a su papá en la que podía verse dibujado un corazón; ambos sonrientes y congelados en el tiempo. A un lado, otra foto del mismo pequeño abrazado por un sacerdote en la misa de cuerpo presente de su papá, mostrando una carita angustiada, de incertidumbre, de miedo, del dolor profundo que la orfandad marca en la mirada.

Debo decir que miré la foto sólo una vez, durante unos segundos antes de que la vista se nublara, pues entendí que más allá de la política, más allá de la corrupción, los votos o los cargos públicos, al final lo que más debería importar, son esas víctimas que se quedan en casa; aquellos que tienen que aprender a vivir sin su papá o su mamá. Esas víctimas que ven su inocencia enlodada por una sociedad que debería protegerlas para que saquen al país de donde lo hemos sumergido durante décadas. Ahora, esas víctimas también están en riesgo de ver en cualquier red social o puesto de periódicos, una foto de la cabeza de la persona que era su universo entero, exhibida como un recordatorio de que vivimos entre gente miserable.

 

Viene a mi mente esa realidad que nos hemos metido en la cabeza nosotros mismos y que nos repiten como un mantra desde niños: “el mexicano es alegre, es gente buena, cálida, hospitalaria, amable y dispuesta a ayudar a la menor provocación” ¿Será ya un mito? ¿Antes éramos así y dejamos de serlo por las razones que sean? ¿Cuándo se nos endureció el corazón a tal grado de no sentir el dolor de una madre que no encuentra a su hijo, o del hijo que acaba de perder a su madre o padre a manos de delincuentes? ¿A dónde demonios se fue nuestra humanidad?

 

Mi cabeza va a mil, hasta que la señora vacía una cubeta de agua y el jabón se va, despejando la banqueta, mientras la mugre y el cochambre quedan firmes y permanentes en el suelo (igual que cuando lavamos nuestras culpas sin resolver nada). Reanudo mi camino; pero ahora, mientras me alejo del puesto de periódicos y me acerco al siguiente en donde encontraré lo mismo, voy cabizbajo pues pienso que a estas alturas, ya no importa quién nos gobierne. Y ya no importa, simplemente porque desde hace mucho tiempo hemos cruzado una línea que no debimos cruzar y nos hemos convertido en una sociedad en donde (aunque odie esa visión binaria que mencionaba antes) solamente puedo distinguir dos tipos de mexicanos: Los psicópatas y los indiferentes... y desgraciadamente, cada uno interpreta su papel de manera impecable.


 
 
 

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