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AUDIOLOGÍA PEDIÁTRICA EN MÉXICO: ¿REALMENTE HACEMOS LO QUE CREEMOS QUE HACEMOS?


Por Salvador Castillo Castillo


La Audiología pediátrica es un área de nuestra especialidad que tiene características que la hacen muy particular: uno de nuestros objetivos primarios es diagnosticar la pérdida auditiva congénita lo más temprano posible en la vida de nuestros pacientes (en los primeros 2 meses de vida, idealmente y de acuerdo a las guías clínicas) y para ello dependemos de estudios objetivos para diagnosticar, decidir el tratamiento y también para evaluar la efectividad de ese manejo. Al hablar de esta población pediátrica, hablamos de pacientes que no tienen la posibilidad de retroalimentarnos directamente, y por tanto nuestras indicaciones dependen de la información proporcionada por otras fuentes como los padres, la terapeuta y nuestras propias observaciones y estudios; de todas estas, algunos estudios son la única herramienta a la que podemos atribuirle la virtud de la objetividad. Hablando de estos estudios, en la actualidad existen múltiples recursos tecnológicos para conseguir una valoración audiológica integral desde los primeros meses de vida, pero dado el costo económico de los equipos y la capacitación que requiere su uso, en muchas ocasiones no se encuentran al alcance de las instituciones; incluso de aquellas consideradas de tercer nivel en nuestro país y a las cuales me refiero específicamente en estas líneas. Es entonces que surge la pregunta: ¿es válido afirmar que ejercemos la Audiología pediátrica a plenitud, cuando en realidad no contamos con los medios considerados indispensables por las guías clínicas vigentes en todo el mundo?.


Para fines de diagnóstico, las guías clínicas publicadas por las instituciones y organismos más prestigiosos, sugieren el uso de diversos recursos tecnológicos: las Emisiones otoacústicas transientes y/o por productos de distorsión (de tamiz pero también de diagnóstico), los potenciales provocados auditivos de tallo cerebral por clicks (también con modalidad de tamiz y modalidad de diagnóstico), potenciales auditivos de frecuencia específica, potenciales provocados auditivos de estado estable, potenciales de latencia larga, potenciales auditivos por vía ósea, electrococleografía, timpanometría de alta frecuencia, reflejos estapediales, audiometría tonal, audiometría por campo libre con espacio suficiente en la cabina y equipo para reforzamiento visual y estancia de la madre, padre o terapeuta de lenguaje, además de accesorios diversos apropiados para la atención del niño como juguetes para condicionamiento, audífonos de inserción o auxiliares auditivos de prueba, por mencionar algunos.


Pero eso es únicamente el inicio pues para fines de tratamiento, el manejo habilitatorio del niño hipoacúsico sugerido por dichas guías y tendencias internacionales, implica normalmente la adaptación de auxiliares auditivos y en muchos casos implantación coclear; por lo cual un especialista en audiología pediátrica (y la institución en donde labora) deberían contar también con los recursos tecnológicos para realizar adaptación de auxiliares auditivos y posteriormente valoración integral, pruebas durante la cirugía, programación y seguimiento de pacientes usuarios de implante coclear (y otros implantes auditivos) a través de un programa multidisciplinario. ¿O acaso tiene sentido el contar con un servicio de audiología pediátrica cuyo objetivo final sea el diagnóstico y no el tratamiento de los pacientes?, y planteándolo de otro modo: ¿Es válido ofrecer un diagnóstico de hipoacusia profunda a los padres sin poner a su alcance una alternativa de tratamiento?


La mayoría de estos estudios y procedimientos están listados en las guías clínicas como un standard, es decir, se realizan a todos los pacientes como parte de la valoración audiológica habitual. Otros en cambio, están destinados a determinadas situaciones que requieren diagnóstico especial; lo que sí es aplicable a todos es que cada uno de esos estudios y procedimientos, además de poseer la función de evaluar topográficamente distintas partes de la vía auditiva, también son útiles como estudios de revisión cruzada (cross check); es decir, nos ayudan a corroborar una determinada información a través de mecanismos distintos, lo cual constituye una práctica más que sugerida por los especialistas de otras partes del mundo y que debería ser INDISPENSABLE en nuestra área.


¿Por qué es necesario que el Audiólogo pediatra sea experto en la indicación y manejo de esa gran cantidad de estudios y procedimientos? Pues porque el sistema auditivo está compuesto por muchas estructuras cuya complejidad individual merece ser evaluada a través de instrumentos distintos, que nos den información precisa acerca de cada segmento en particular. ¿Puede un bebé tener una condición como neuropatía auditiva y simultáneamente un problema de oído medio? Por supuesto. ¿Y puede otro bebé tener un problema de oído interno y además una alteración auditiva a nivel cortical?, sin duda. Y entonces ¿qué ocurre si solamente diagnosticamos y resolvemos uno de esos problemas y nos olvidamos del otro? ¿de verdad pensamos que estamos haciendo lo correcto?


Pero el problema en nuestra realidad es mucho más complejo de lo que parecería, ya que no es solamente el desconocimiento de protocolos y guías clínicas en los cuales basar nuestro ejercicio médico a pesar de que son documentos que están publicados y que son de consulta gratuita o la usurpación de funciones tan común en nuestra área. En nuestro país, también es muy frecuente ver la ausencia de recursos tecnológicos y humanos en las instituciones (incluso en aquellas pertenecientes al tercer nivel de atención en donde existe la formación de médicos especialistas). Es frecuente que se recurra al argumento: “no tenemos herramientas tecnológicas, pero tenemos muy buenas herramientas clínicas”… lamentablemente, no hay herramienta clínica que nos permita determinar si una falla se encuentra en las células ciliadas internas, en la sinapsis, o en la porción distal del VIII par de un bebé, ni herramienta clínica que nos permita cerciorarnos si determinada estimulación acústica está teniendo un efecto de maduración comprobable en las regiones auditivas corticales de un bebé de 6 meses digamos, con el fin de proponer una implantación coclear temprana. No quiero que se mal entiendan mis palabras: las herramientas clínicas son invaluables en el diagnóstico y seguimiento de nuestros pacientes, pero indudablemente también tienen sus límites, particularmente en nuestra área en donde el manejo, el seguimiento y por tanto el pronóstico del paciente dependen de información objetiva y PRECISA acerca de las condiciones de determinado segmento del sistema auditivo.


Durante el primer año de mi residencia, leí una cita que decía: “Si no lo puedes medir, no lo puedes manejar”; esas nueve palabras marcaron desde entonces y para siempre la forma en la que yo conceptualizaba la audiología, pues me quedó claro que los audiólogos pasamos nuestra vida profesional midiendo propiedades físicas y fisiológicas: intensidades, frecuencias, latencias, amplitudes, impedancias, presiones, anchos de pulso, velocidades… y un larguísimo etcétera, y que todas esas variables al reflejar la función de segmentos de un sistema tan complejo como el auditivo, nos dan una leve pero clara idea de lo que ocurre en ese sistema de procesamiento de señales con el fin único de tomar decisiones que nos ayuden a mejorarlas. Podemos pues, partir de esa premisa para entender que si no logramos monitorear de manera precisa el desempeño del sistema auditivo (incluyendo la magnitud y localización precisa de sus fallas), será muy difícil establecer no solo un diagnóstico topográfico, sino un manejo que será efectivo en la medida en que sea específico, con obvias repercusiones en términos del pronóstico.


Es así que surge una preocupación que toma forma de pregunta: ¿Qué opciones tiene el médico audiólogo ante la ausencia de recursos tecnológicos en la institución en la que fue contratado para realizar una labor que a final de cuentas, sabe que no puede (ni podrá) ejecutar de manera integral dado que está condenado a dejar cabos sueltos por doquier? Quiero suponer que esta pregunta habrá pasado alguna vez por la mente de más de uno de los colegas audiólogos cuando se enfrentan a la comparación entre lo que pide una guía clínica y los recursos con los que se cuenta en una institución hospitalaria. Las posibilidades de respuesta tendrían que ir de la más simple a la más compleja, y me explico: Inicialmente uno tendría que plantear (SIEMPRE por escrito y de manera periódica), las necesidades de sus pacientes y de uno mismo en términos de recursos —y en su caso, capacitación— ante las autoridades de la institución con el fin de contar con las herramientas que necesita; esto necesariamente establece un precedente útil en situaciones de inconformidad de los pacientes ante lo que les ofrecemos en términos de diagnóstico o tratamiento, pues recordemos que somos los médicos quienes damos la cara ante los pacientes.

Cuando se han solicitado recursos tecnológicos indispensables para realizar la labor que nos ha sido encomendada y —por las razones que sean— no se nos proporcionan, siempre existen alternativas como el subrogar a otras instituciones públicas, o incluso consultorios o laboratorios privados, determinados estudios o procedimientos. Si estos mecanismos tampoco son viables por situaciones de orden administrativo, entonces el problema toma un tinte ético: el médico especialista tendría que plantearse, desde una perspectiva honesta, si vale la pena pasar de víctima a cómplice de un proceso médico que sabe que está sistemáticamente incompleto y en consecuencia puede considerarse deficiente, y cuyo resultado jamás podrá tener los estándares de calidad que se esperarían de un especialista. Y no hablo de cosas menores: hay instituciones en donde se valora niños, que no cuentan por ejemplo con equipo de tamiz auditivo, un timpanómetro con tono de prueba de 1000 Hz ni con potenciales de frecuencia específica ni de estado estable, basando no solo el diagnóstico sino el tratamiento exclusivamente en un estudio (potenciales auditivos por clicks); además de no contar con la posibilidad de adaptar auxiliares auditivos ni programa de implantación coclear.


También en el contexto de algunas instituciones, frecuentemente nos encontramos con otro mal que tiende a perpetuarse pues lamentablemente ocurre en algunas sedes de formación de médicos especialistas y que también influye en el círculo vicioso de la autocomplacencia y la falta de autocrítica: los llamados usos y costumbres, es decir: “lo hago de esta manera porque siempre se ha hecho de esta manera” o “no lo leí, pero así me dijeron que se hacía y así lo hago” etc. Generalmente, el obedecer sin cuestionar tiene su precio, y en este caso el precio es mantener vigentes prácticas de hace lustros o incluso décadas, asumiéndolas como óptimas aunque en el fondo sepamos (o por lo menos sospechemos) que no lo son. Recordemos que en medicina los conceptos y procedimientos diagnósticos y terapéuticos evolucionan a una velocidad vertiginosa a la cual es complicado adaptarse, pero nuestra obligación como especialistas, es apegarnos a los procedimientos y protocolos que son exitosos simplemente porque han sido probados y estandarizados en muchas partes del mundo. Es obvio que hay muchos factores culturales, sociales y económicos a considerar, y que hacer “algo en vez de nada” podría constituir un argumento válido en algunos lugares tomando en cuenta sus circunstancias; pero independientemente de éstas, no debemos perder de vista que un diagnóstico incompleto siempre será un diagnóstico incompleto… y un diagnóstico incompleto necesariamente tendrá consecuencias negativas para el paciente, esté o no justificada la manera en la que llegamos a él. El punto es que como ESPECIALISTAS en un área determinada y con la información global a la que afortunadamente tenemos acceso con un par de clicks, debemos tener conciencia de que lo que se espera de nosotros podría ser un poco (o un mucho) más de lo que a veces esperamos de nosotros mismos.


Afortunadamente, la institución a la que pertenezco desde hace 17 años siempre ha tenido la sensibilidad y la voluntad de darme las herramientas tecnológicas y de capacitación necesarias para hacer mi trabajo; y sé que eso hará pensar a más de uno que escribo desde el privilegio… pero a nivel privado me ha costado (y mucho) contar con las mismas herramientas que en la institución y tengo perfectamente claro lo que cuesta y lo que implica tratar de hacer las cosas al nivel que se espera de uno.


El escribir esta reflexión, no tiene otra intención que la de proponer un respetuoso ejercicio de autocrítica, primero a quienes practicamos la Audiología Pediátrica, tengamos o no bajo nuestra responsabilidad la enseñanza de esta hermosa disciplina a las nuevas generaciones de médicos; y segundo, precisamente a esas nuevas generaciones de médicos cuya obligación primaria es aprender, pero cuyo derecho (también primario) es exigir que se les faciliten las herramientas indispensables para cubrir los objetivos que las sedes de enseñanza se han comprometido a cumplir ante la Universidad. La vida profesional pasa muy rápido, y entre agendas saturadas, proyectos de investigación, enseñanza y asistenciales, a veces perdemos la perspectiva de que hagamos lo que hagamos mientras usamos esa bata blanca, es un hecho que con nuestro actuar cambiaremos la vida de nuestros pacientes: lo menos que deberíamos exigirnos es que sea para bien.







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